La muerte es un tema que, desde hace años, es tabú en nuestra sociedad. Se veta de las conversaciones, es algo considerado negativo e incómodo para todos y se evita lo máximo posible. Cuando alguien fallece, se le tapa y se le envuelve en flores, se hace pronto una despedida para que cuanto antes “desaparezca” y se empiece a vivir sin él. Hasta los cementerios se encuentran alejados de las ciudades, como algo que no pinta con el resto.
Sin embargo, todo esto parece contraproducente cuando la muerte es seguramente lo único que podemos dar por hecho en esta vida. Todos en este mundo nacemos y morimos, y es el destino compartido que nos une a todos. Pero es lógico que la muerte se haya convertido en algo presente pero siempre en silencio si tenemos en cuenta el miedo al mismo. El miedo es un impulso biológico primario: los animales en general siempre presentan instintos de supervivencia que actúan ante cualquier cosa que se perciba como peligro para él. Lo que pasa es que la respuesta de miedo no siempre se dispara cuando debería, y muchas veces hace que distorsionemos la realidad, viviendo en peligro de algo que seguramente tarde en llegar (aunque sabemos que inevitablemente llegará).
En parte, es ahí donde se encuentra la paradoja de la muerte. Sabemos que es algo que nos depara tarde o temprano, pero ese pensamiento o lo ocultamos en lo más hondo o vivimos con él constantemente presente, impidiendo que vivamos nuestra vida como realmente deberíamos. Mucha gente no disfruta de la vida en su máxima potencia porque no puede deshacerse del pensamiento de que algún día se terminará. Viktor Frankl, comentando en su libro “El hombre en busca de sentido” su experiencia en campos de concentración nazis, explica como la mortalidad es lo que da sentido a nuestra vida. Es decir, que nos vayamos a morir en algún momento es la condición necesaria para valorar las cosas que vivimos día a día. La muerte está en todas partes, y negarla también implica dejar de darle el sentido que merece a la vida que aún seguimos viviendo.
Socialmente se hace un esfuerzo muy grande para no abordar la muerte, por eso cuando inevitablemente parece cercana, los humanos muchas veces no sabemos qué hacer. Es por eso que debemos trabajarla con naturalidad y comunicarla con sensibilidad (no con sensacionalismo o insensibilidad). Las personas que somos adultas podemos utilizarla para buscar un desarrollo personal más reflexivo, haciendo que transforme nuestro sentido de la vida y fomentando el desarrollo de logros que queremos conseguir antes de que llegue. Con los más pequeños, es importante no aumentar los temores infantiles, formando con ellos estrategias con las que enfrentarlos, además de evitar las experiencias de terror inducido o favorecer el autocontrol y la resistencia ante situaciones que creen ansiedad o medio al niño. No debemos eliminar por completo la presencia de aquellos que han fallecido: que se hayan muerto no implica que dejemos de tener una relación con ellos, y esto es importante para que ellos aprendan que la muerte no siempre significa la desaparición eterna.